Cada domingo se repite sin alteraciones como cada semana, nada de más, nada que le sobre, una mínima variación de intensidad a lo sumo que matiza el devenir de los meses. La misma resaca, el maquillaje corrido de la noche anterior, las persianas bajas del cuarto inmutables, y esa angustia que golpea todas las extremidades del cuerpo, recordando que al otro día comienza la rutina agobiante y monótona; como todas las semanas.
Pero a esa angustia se le suma el componente  esencial del domingo, que lo caracteriza por ser lo que es, el último día de la  semana, día de balances y punto de partida, día donde necesariamente vemos dónde  y cómo estamos parados para seguir, y la nostalgia de lo que falta se impone  inevitablemente.
El recuerdo, más vivo que nunca los domingos, de eso que tuve,  que fue mío y parte de mí, se deshace y se escurre entre los dedos como arena,  cayendo, cayendo, cayendo...
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